Yo era huésped único en aquella
casa inmensa. La dueña se
llamaba Alicia. Era una
señora de ochenta
años, viuda de un abogado
político que había sido
funcionario en el tiempo de
Ubico. A su
edad se mantenía
siempre activa. Cuatro años
antes había cerrado el colegio parvulario que atendía
en su casa,
ahora ayudaba a
recaudar fondos para la
Cruz Roja. Los martes
iba a un taller de
manualidades, y no faltaba
diariamente a misa de ocho de la
mañana.
Roberto, su hijo,
me recomendó con ella para que me recibiera como huésped. Después de
andar en muchas casas
donde metían hasta cuatro huéspedes por
habitación, esto fue lo mejor que
pudo pasarme, porque aquí,
tenía un cuarto
grande, con mesa de estudio y un
gran armario de caoba con
varios compartimientos, donde mis escasas pertenencias quedaban
nadando. Por lo que me cobraban,
no creo que fuera
buen negocio. Pero
de alguna manera él,
se sentía tranquilo porque yo le servía
de compañía a su mamá.
Mi
rutina era salir temprano al
trabajo, después a la
universidad y regresar como a las
diez de la noche. A
esa hora solo saludaba,
porque doña Alicia
estaba en su cuarto viendo alguna
telenovela o rezando su rosario. Luego
de cenar, aprovechaba
para estudiar un poco.
A veces me dominaba el cansancio y me
quedaba dormido sobre
la mesa y cuando despertaba pasada la media noche, solo
me tiraba a la cama, con todo y ropa.
Los domingos jugaba pelota
en los campos de la
zona seis y
al regresar me
esperaba una cerveza
que me compraban para el almuerzo.
Con
doña Alicia hablaba
solo lo necesario, aunque
según Roberto, me
tenía mucha confianza, pero por la
edad, no había muchas cosas
de que hablar. Una
noche llegué temprano porque no
hubo clases en la universidad. Después de
cenar, me fui a la
sala a leer un poco.
La luz de la
luna llena marcaba la
orilla del techo
en el patio. Sentí raro
que doña Alicia
se apareciera en el salón. Roberto
me había comentado
que las noches de luna
no muy le agradaban a su mamá,
porque se acordaba
de otros tiempos. Al verla, interrumpí la lectura
y esperé a que se
sentara en el sofá del fondo y que fuera
ella la que hablara.
En
la sala había
un mueble de madera labrada, seguramente
importado, con figuras
caprichosas de hojas montadas sobre columnas torneadas que enmarcaban
las cuatro bocinas de un
radio que no funcionaba. En
uno de los gabinetes del centro
había discos de música clásica, valses
y música sacra que nadie escuchaba. Eran solo recuerdos de
dichas pasadas. En la
pared del fondo colgaba un
óleo del lago de Atitlán visto desde
Panajachel. Tenía marco de madera oscura
que resaltaba el azul violáceo
del agua y
el verde brumoso de los volcanes. Era
quizá una de las mejores pinturas
de Garavito.
Doña Alicia habló
de los tiempos buenos que
había vivido al lado de su esposo
y sus dos hijos: José,
el mayor, fallecido hacía muchos
años y Roberto, mi amigo,
que llegaba a almorzar los días jueves. Así
me enteré que vivieron
varios años exiliados en El Salvador
y que en ese
tiempo soportaron grandes dificultades económicas, porque el esposo
no podía trabajar y sobrevivieron
con una casa de huéspedes
cerca de la universidad, que
ella manejaba. Cuando habló
de sus hijos, noté que se quedó mirando a la otra pared, en
la que había una
pintura sencilla, con un marco
dorado. Era de un
lago tranquilo pintado con tonalidades
suaves, donde sobresalían los
colores verde y marrón.
Las gruesas ramas de un
árbol proyectaban su
sombra sobre una canoa anclada en
la orilla. Pequeñas olas
sin espuma se extendían
hasta morir en las piedras grises de los lados. Al
fondo se veía un horizonte opaco y solitario, sin
nubes ni montañas prominentes y en
una esquina inferior se leían con dificultad
las letras JRG y la fecha 4, 1957.
Doña Alicia me dijo
que ese cuadro era
el más querido por ella, porque
lo había pintado José,
poco antes de morir.
Recordó entonces los
interminables desvelos cuidando
a su hijo
en las noches de luna llena.
Y mientras hablaba,
parecía revivir los momentos
angustiosos dando incontables vueltas en el corredor, escuchando
el ronroneo de una respiración dificultosa de su
hijo asmático. Ella se
asomaba a cada poco a
la ventana del cuarto y lo veía
sentado en una silla, con la
espalda doblada y una mirada desesperada buscando el aire
en aquellas horas frías e
interminables, hasta que bien entrada la
madrugada, se quedaba dormido sobre el respaldo, rendido por
el cansancio y el dolor de espalda.
Para entonces, la luna había
cruzado el cielo y ella
lograba dormirse. Al día siguiente, las ojeras
y los ojos llorosos de su
hijo mostraban la
fatiga de una crisis que no cedía y
que volvía con
frecuencia inusitada.
Yo
no entendía qué
tenía que ver la pintura que
colgaba de la pared, con todo lo que me contaba. Entonces ella
me relató que esa pintura
la había perdido durante muchos años. Que la había
buscado muchas veces desde que volvieron
del Salvador. Hasta que
poco antes que yo
llegara de huésped, desocupando el armario que ahora uso,
la encontró doblada en un
cuaderno que perteneció a su
hijo. Me
contó que ese cuadro lo pintó José
una tarde después de una crisis asmática.
Fue en uno de esos días
cuando más dificultades
económicas tenían. Con los
ojos húmedos que se le miraban más brillantes a través de los anteojos,
recordó que su hijo
le pidió dinero para
comprar lienzo y
pinturas, pero la familia no
tenía ni un centavo. Entonces, él buscó aquel pañuelo y pintó ese
lago solitario.
Yo
no quise interrumpir
sus recuerdos ni su silencio cuando salió
para su dormitorio. No sé
cuánto tiempo más me quedé en la sala,
intentando volver a mi lectura.
Cuando salí, la luna casi
había cruzado el cielo.