jueves, 21 de junio de 2012

EL PAÑUELO


Yo era huésped único en  aquella  casa inmensa. La  dueña    se  llamaba  Alicia.  Era una  señora  de  ochenta  años, viuda de un   abogado político  que  había sido  funcionario en el tiempo de  Ubico.  A  su  edad  se  mantenía  siempre  activa.  Cuatro años  antes  había  cerrado el colegio parvulario que  atendía  en  su  casa,  ahora  ayudaba  a  recaudar  fondos  para la  Cruz  Roja. Los  martes  iba a un  taller de manualidades,  y no  faltaba    diariamente a  misa de ocho de la mañana.
Roberto,  su hijo,  me   recomendó  con ella para que  me recibiera como huésped.  Después de  andar  en muchas  casas  donde metían  hasta  cuatro huéspedes  por  habitación,  esto fue lo mejor que pudo pasarme,  porque  aquí,  tenía  un  cuarto  grande, con  mesa de estudio  y un  gran  armario de caoba  con  varios compartimientos, donde mis escasas pertenencias  quedaban  nadando.   Por lo que  me cobraban,  no  creo que  fuera   buen   negocio.  Pero  de alguna  manera  él,  se  sentía  tranquilo porque yo le  servía  de compañía a  su  mamá.
 Mi  rutina  era  salir temprano  al  trabajo,  después   a la  universidad y  regresar  como a las  diez  de  la noche. A  esa hora solo  saludaba, porque  doña  Alicia  estaba  en su cuarto  viendo alguna  telenovela  o  rezando su rosario.  Luego  de  cenar,   aprovechaba  para  estudiar   un poco.  A  veces  me dominaba el cansancio  y  me quedaba  dormido  sobre  la mesa y  cuando  despertaba pasada la media noche,  solo  me tiraba a  la  cama, con todo y  ropa.  Los domingos   jugaba  pelota   en  los campos  de  la zona  seis  y  al  regresar   me  esperaba  una  cerveza  que  me compraban  para el almuerzo.
Con  doña  Alicia  hablaba  solo lo  necesario,   aunque  según  Roberto,  me  tenía  mucha confianza,  pero por la  edad,  no había  muchas cosas  de que  hablar.   Una   noche llegué  temprano porque no hubo  clases en la universidad.  Después de  cenar,  me fui a  la  sala  a leer un  poco.  La luz   de  la  luna llena   marcaba la orilla  del  techo  en el patio.  Sentí  raro  que  doña  Alicia  se apareciera  en el salón.   Roberto  me  había  comentado  que  las noches  de luna  no muy le  agradaban a su mamá, porque  se  acordaba  de  otros tiempos.   Al  verla,    interrumpí la  lectura  y   esperé a que  se  sentara en el sofá  del fondo  y que fuera  ella  la que  hablara.
En  la  sala  había   un mueble  de madera labrada,  seguramente  importado,  con  figuras  caprichosas de hojas montadas sobre columnas  torneadas que   enmarcaban  las  cuatro bocinas  de un  radio  que no funcionaba.     En  uno de los gabinetes  del  centro  había  discos  de música clásica,  valses  y   música  sacra que nadie escuchaba.  Eran solo   recuerdos de  dichas pasadas.   En  la  pared del fondo  colgaba  un  óleo del  lago de Atitlán  visto desde  Panajachel.  Tenía  marco de madera  oscura  que resaltaba  el  azul violáceo  del  agua  y  el  verde brumoso   de los volcanes.  Era  quizá una  de las mejores pinturas de Garavito.
Doña Alicia   habló   de  los tiempos  buenos que  había vivido al lado de su esposo  y  sus dos hijos:  José,  el mayor, fallecido   hacía  muchos  años y  Roberto,  mi amigo,  que llegaba  a  almorzar los días jueves.   Así  me enteré  que  vivieron  varios años exiliados en El Salvador  y  que  en  ese tiempo   soportaron  grandes dificultades   económicas, porque  el esposo  no podía  trabajar y  sobrevivieron  con una  casa  de huéspedes  cerca  de  la universidad,  que  ella manejaba.  Cuando  habló  de sus hijos, noté  que se  quedó mirando a la otra  pared, en  la  que  había una  pintura   sencilla, con un  marco  dorado.  Era  de  un lago tranquilo pintado   con  tonalidades  suaves,  donde sobresalían los colores  verde y  marrón.     Las   gruesas  ramas de un  árbol   proyectaban  su   sombra sobre una canoa  anclada en la orilla.  Pequeñas  olas  sin  espuma  se extendían  hasta morir  en las piedras  grises de los lados.   Al  fondo   se  veía un horizonte opaco y solitario, sin nubes ni montañas prominentes  y en una  esquina inferior se leían con  dificultad  las  letras JRG y la  fecha 4, 1957.
Doña Alicia me   dijo   que  ese  cuadro era  el más querido por  ella,  porque  lo  había pintado   José,  poco  antes  de morir.  Recordó  entonces  los  interminables  desvelos  cuidando  a  su  hijo  en las noches  de luna  llena.   Y  mientras  hablaba,  parecía  revivir  los momentos  angustiosos   dando incontables vueltas   en el corredor,  escuchando  el ronroneo  de una  respiración dificultosa  de  su hijo  asmático.   Ella se  asomaba a  cada poco  a  la  ventana del cuarto  y lo veía  sentado en una silla,  con  la  espalda doblada y una mirada desesperada buscando  el aire  en  aquellas horas frías e interminables, hasta que  bien  entrada la  madrugada,  se quedaba   dormido sobre el respaldo, rendido por el  cansancio y el dolor  de espalda.  Para  entonces, la luna  había  cruzado el cielo  y  ella  lograba  dormirse.    Al día siguiente,  las ojeras  y los ojos llorosos  de su hijo  mostraban  la  fatiga de una crisis que no cedía y  que  volvía   con  frecuencia inusitada.
Yo  no  entendía  qué  tenía  que ver  la pintura que  colgaba  de la pared,  con todo lo que me contaba.  Entonces ella  me relató  que  esa pintura  la  había  perdido durante muchos años. Que  la había  buscado  muchas veces   desde que  volvieron  del Salvador.  Hasta  que  poco  antes  que yo  llegara  de huésped,   desocupando el  armario que  ahora uso,   la encontró  doblada  en un  cuaderno   que perteneció a su hijo.  Me  contó que  ese  cuadro lo pintó  José  una  tarde  después de una crisis  asmática.  Fue  en uno de  esos días  cuando más  dificultades económicas  tenían.  Con los  ojos húmedos que se le miraban más brillantes a través de los  anteojos,   recordó  que  su hijo  le pidió  dinero  para  comprar  lienzo  y   pinturas,  pero la familia no tenía ni un  centavo.  Entonces, él buscó aquel pañuelo  y  pintó  ese  lago solitario. 
Yo  no  quise  interrumpir  sus  recuerdos  ni su silencio  cuando salió  para  su dormitorio.  No  sé cuánto tiempo más me quedé  en la  sala,  intentando volver  a mi  lectura.    Cuando  salí,  la luna   casi  había cruzado el cielo.